martes, 31 de julio de 2012

Día de lluvia en El Desierto



La noche oscura termino. A veces, sólo a veces, vienen momentos grises en los que me siento sola.

Hace tres años mi vida era completamente diferente. No existía Teo, por lo menos no como mi chico. Teo y yo éramos esos amigos de antaño que se reencuentran de vez en vez, de a poco, pero intensamente. En cambio, yo vivía con Lalo, era feliz con él, medianamente feliz, pero suficientemente feliz. Teníamos un piso juntos en una barriada apiñada de Barcelona y hacíamos caminatas largas con los amigos los fines de semana hasta la playa de la Barceloneta. 

Ayer oí decir al psiquiatra de Teo que todo en esta vida tiene un comienzo y un fin. Así que mi vida con Lalo terminó y yo vine a vivir a México y me reencontré con Teo. El reencuentro fue intenso y casi anticipamos que nos enamoraríamos como locos, tal vez siempre lo habíamos estado. Así que nos enamoramos como locos o más y lo dejé todo por él. Todo y mi mar y mis montañas.

El caso es que mi vida es completamente distinta: ya no disfruto la soledad, ya no me apasionan las tardes lluviosas sola conmigo, bebiendo té caliente y oyendo David Bowie o Nina Simone. Hoy, por ejemplo, llueve en El Desierto –lluvia extraordinaria que cae de a poco en este lugar, en el que todo pareciera agreste y precipitoso–, llueve y no siento la tranquilidad que debiera, ni esa nostalgia tibia que me cobijaba en momentos así. En cambio, siento la certeza violenta de mi amor por Teo.

A veces me he permitido extrañar mi vida anterior, pero es un permiso robado, infructífero y dañino, así que dejo ese pensamiento de lado, lo veo pasar e intento sacarle jugo a mi momento. Estos días he aprendido la maestría de dejar pasar los pensamientos, dejar pasar lo malo de mi vida, dejarla pasar. Lo que no he aprendido es a retener suficiente brillo para iluminarme. 

Se supone que mi amor por Teo es inmenso, mucho más grande que el que sentía por Lalo; sin embargo, no soy ni medianamente feliz, soy, quizás, un cuarto de feliz, un poco feliz apenas. Las únicas ocasiones en las que logro potencializar mi felicidad, más allá de lo medianamente posible, es cuando logro separar a Teo de su condición bipolar, cuando logro olvidarme de lo que pasó durante su manía y me reconcilio con esta vida de desierto inhóspito.

miércoles, 4 de julio de 2012

Depresión no bipolar

Puede decirse que, desde que Teo tuvo su episodio maniaco, he estado mal. Los primeros días no sé ni cómo logré hacerlo: ducharme todos los días y vestirme, ir al hospital para estar con Teo, pasar el día lidiando con su ánimo alborotado, esperar la tarde, ir a casa con la cabeza abarrotada, soportar ataques de pánico en el camino. Llegar a una casa desolada, luchar conmigo misma, teléfono en mano, para no llamar a mi mamá y pedirle que viniera a mi lado (de nada hubiera servido). Tomarme un Atarax y dormir entre pesadillas (las hubo auténticas, de vampiros), para volver a hacer lo mismo al día siguiente.

Luego, Teo salió del hospital y vino a casa. Tampoco sé cómo lo hice: estar muerta de miedo todo el tiempo, pensar que Teo era una boma de tiempo, vigilarle el sueño, observar cada gesto con la alerta a flor de piel, estar siempre pensando en planes de contingencia ante el peor de los escenarios, sin que ninguno le pareciera irracional o absurdo a mi imaginación desproporcionada.

Poco a poco fui entendiendo que mi miedo era producto de un trauma, poco a poco volví a creer en Teo y, poco a poco, el miedo se fue diluyendo entre todo el cariño que nos hemos concedido ilimitadamente.

Después fue la terapia y descubrir que más allá de Teo ya había negrura. Teo maniaco sólo fue la tormenta que hizo emerger toda mi podredumbre. Él mejoró, mejoró mucho, hemos vuelto a cierto grado de normalidad, pero yo me fui hundiendo en un fango espeso de mí misma. El miedo se generalizo: miedo de que mi familia estuviese mal, miedo de enfermar, miedo de fracasar, miedo de la gente y de la vida, miedo del miedo, miedo puro, puro miedo. Y con ese miedo se me fue achicando la garganta, se me endureció el estómago y se me entumieron las extremidades. Si no hubiera sido por la yoga y mi terapeuta no sé en qué rincón oscuro estaría, muerta de miedo.

Un día el homeópata me dijo: "Kiki, no es para tanto. Teo está muy bien ya. Yo creo que algo de tu pasado te está afectando". Entonces, viajé a casa de mi madre y fue ahí donde me enfrenté con mi peor demonio: la incertidumbre. Ante lo incierto, tengo la tendencia a pensar lo peor, porque mi experiencia me dijo una vez que es mejor estar preparada para lo peor. No obstante, la falla es evidente: no estoy preparada para lo mejor y se me ha estado pasando de largo.