martes, 1 de julio de 2014

Mi isla de miedo


Teo, inquieto como es, siempre ha gozado con expediciones al mar, viajes exóticos y actividades que siempre pensé estaban más allá de mis capacidades. Yo soy más bien del tipo hogareña y por mucho tiempo me he sentido físicamente incapaz de realizar actividades que yo considero "extremas". No obstante, a lado de Teo me he empujado a seguirlo, y así, ahora soy capaz de esquiar o explorar el mar. Pero siempre lo hago con miedo, miedo a las alturas, miedo a la velocidad, miedo a la profundidad, miedo al mar. Así que en lugar de sentir satisfacción por haber vencido mis aparentes limitaciones, siento sufrimiento por estar haciendo algo que me produce mucho miedo.
Me doy cuenta de que el miedo es una molestia constante en mi vida, y sospecho que su veneno permea más allá de lo que yo percibo. Lamentablemente, vivir con alguien como Teo hace que ese miedo se manifieste con más potencia, ya que todo él es un factor de riesgo (porque es extremo, porque es bipolar...), y desde su crisis maniaca, mi vida se ha transformado en una gran ampolla de miedo que constantemente se revienta y se vuelve a formar.
El miedo hace que perciba la realidad distorsionada, me limita y me puede llegar a causar un sufrimiento impensable, como hace poco sucedió.
Hace un par de semanas Teo y yo fuimos remando hasta una isla desierta para hacer buceo libre. Estábamos ahí solos, él se sumergía intermitentemente en la profundidad y yo flotaba plácida viendo desde la careta las criaturas del mar. De pronto, un lobo marino me empujó. El todo me aterrorizó, perdí la calma y sentí que tenía que salir del mar. Teo dice que yo lloraba, yo sólo recuerdo que en la orilla me temblaban las piernas y no podía caminar. En algún momento Teo me dijo que yo siguiera a pie y que él me alcanzaría nadando. Yo caminé hasta la orilla y esperé lo que me pareció una eternidad, dejé de ver a Teo y en menos de cinco minutos me convencí de que había muerto ahogado. Grité, grité desesperada y sentí como la garganta se me desgarraba en los gritos. Aún recuerdo la horrible sensación de pensarlo muerto, la ocurrencia de tener que remar de regreso sola, de imaginarme cuando sacaran su cuerpo inerte del mar. Estaba histérica, alterada y desconsolada hasta el ridículo. Corrí de un lado a otro de la orilla tratando de buscarlo, me dispuse a saltar al mar y me reproché con amargura no poder nadar, paralizada por el miedo, pensé que era mi culpa todo, era mi culpa su muerte, porque no servía para haberlo acompañado en el mar. Al final corrí hacia donde estaban las barcas para regresar, gritaba aún, batía el chaleco salvavidas en lo alto esperando que alguien me viera, cuando de pronto escuché que Teo me gritaba "¡aquí estoy!".
Lo más natural hubiera sido pensar eso: que Teo había nadado hasta las barcas, en lugar de salir a la orilla donde me había dejado. Incluso, que había decidido pasar un rato más buceando... pero por alguna razón, mi mente siempre decide pensar lo peor.

La manera en que me sentí, lo que pensé y lo que experimenté fue una réplica de lo que viví hace dos años con la crisis de manía de Teo. Y entre todo ese miedo, ahora pienso que, si no dejo de temer lo peor, seré incapaz de ayudar a Teo si el me necesita alguna vez.


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